"¿Qué es un espíritu cultivado? Es el que puede mirar las cosas desde muchos puntos de vista." Henry F. Amiel

Laura Cano

Antes de tratar estos temas en la asignatura de Filosofía, no me había planteado nunca cuestiones de este tipo sobre los más simples objetos que nos rodean. Nunca me había detenido a reflexionar sobre si las cosas son realmente cómo las percibimos, o si ahí, fuera de nosotros, existe un mundo absolutamente desconocido para todos, un mundo que desgraciadamente nunca podremos llegar a conocer con certeza, ya que lo hacemos a través de nuestros sentidos, esos que en muchos casos nos engañan y riéndose de nosotros nos hacen creer lo irreal.
Primer trimestre, comenzamos a tratar temas de este estilo, opiniones de destacados filósofos, y vamos reconociendo en ello lo cierto y a la vez extraño de todo esto. En un principio todo nos parece lo que solemos llamar una paranoia, ya que es un tema absolutamente nuevo y desconocido para nosotros, y que de no haber sido por esta asignatura, nunca se nos hubiese planteado; pero comenzamos a profundizar en él, y si realmente prestamos atención a ello, vamos descubriendo lo cierto que toda esta idea esconde; eso nos inquieta, nos estremece, y conforme avanzamos nos vamos sintiendo más extraños e insignificantes, a la vez que impotentes de no poder saber qué tenemos ahí fuera. Nos angustiamos y sentimos cierta claustrofobia de encontrarnos encerrados en nosotros mismos, de solo poder confiar en uno mismo, de no poder creer nada más.
Ahora, aplicamos todo lo aprendido a un árbol, a un simple árbol, a un árbol más, por delante del cual hemos pasado decenas de veces sintiendo siempre cierta indiferencia, un árbol que ya nunca será uno más.
Desde pequeños y debido a que afortunadamente vivimos en un entorno en el que podemos contactar a menudo con la naturaleza sin grandes esfuerzos, nos hemos acostumbrado a vivir en un cierto contacto frecuente con la natura, y de este modo hemos dejado de apreciar lo que realmente esta nos puede aportar. A diario nos movemos con prisa, con cientos de cosas que hacer y sin tener la oportunidad de pararnos a disfrutar un solo segundo de los momentos y cosas más insignificantes, de esos pequeños detalles que a menudo ignoramos, y que en muchos casos son lo realmente importante.
Para todos nosotros, ese árbol siempre ha sido uno más, nunca le hemos prestado atención, ni siquiera nos hemos detenido a observarlo durante unos minutos, como ahora hacemos…
En primer lugar, y desde un punto de vista científico miramos al árbol con cierta frialdad, como si de un objeto inanimado se tratase. Ese ser común nos resulta demasiado familiar, pero a la vez pasa desapercibido porque él, al contrario que nosotros o cualquier otro animal, permanece inmóvil donde su destino lo ha situado, indiferente a todo lo que nosotros podamos hacer o decir de él. Sin embargo no cesamos de lanzar definiciones hacia él, de realizar estudios para conocer su funcionamiento. Seguramente sea esa visión científica que acostumbramos a tomar de este vegetal la que nos aleja de ese ser, ser que al igual que el resto siente frío en invierno y siente dolor cuando sus hojas se queman.
De este modo, gracias a la ciencia, conocemos numerosas características del árbol, su funcionamiento, su composición; pero nunca debemos olvidar que sobre cualquier sentimiento que podamos despertar frente al árbol, la ciencia enmudece. La ciencia es una forma de conocimiento fría y subjetiva, que desprecia cualquier sentimiento, por lo que aunque debemos aceptar que ésta nos aporta cuantiosos conocimientos útiles, no deberá ser el único modo que tengamos de conocer al árbol, ya que este es mucho más que una simple máquina que realiza las funciones de nutrición, relación y reproducción.
Como podemos comprobar, es desde el punto de vista científico desde el que desgraciadamente hoy conocemos todos al árbol, por lo que debemos detenernos, y mirarlo desde otras perspectivas diferentes, perspectivas desde las que no acostumbramos a mirar el mundo que nos rodea.
En segundo lugar, observaremos el árbol desde el punto de vista del mito. Remontándonos a nuestros orígenes, al tiempo en que nos encontrábamos fundidos aun con la naturaleza, y no separados y frente a ella, es decir, a cuando aún vivíamos en el paraíso de Dios, descubrimos que el árbol jugaba entonces un papel importante en nuestra existencia. El árbol era quien nos lo daba todo, quien nos daba el alimento, pero también resultó ser nuestra desdicha. Uno de ellos, que en un principio hubiese pasado absolutamente inadvertido ante nuestros ojos, resulto ser el ‘árbol prohibido’, era el árbol del conocimiento, del que no deberíamos comer. Resultamos ser demasiado débiles, y la tentación venció a nuestra voluntad, y comimos. De este modo nos autodesterramos para siempre del reino de Dios, y a partir de entonces todos deberíamos pagar ese acto como los eternos desamparados hijos de Dios.
Así, inevitablemente cuando nos evadimos a la naturaleza como única vía de escape de nuestra ‘loca vida’, y entre arboles meditamos, se nos despierta cierto recuerdo dormido que permanecía en el olvido y que repentinamente recuperamos. Es ese el recuerdo de cuando pertenecíamos a esa naturaleza, a ese reino paradisiaco de Dios en el que convivíamos con nuestro hermano el árbol y del que fuimos expulsados quizás por nuestras propias ansias codiciosas.
En tercer lugar, debemos tener en cuenta el enfoque que filósofos como Platón o Innmanuel Kant han aportado a lo largo de la historia a esta eterna cuestión.
Platón ha sido el primer filósofo cuya perspectiva en este campo hemos estudiado. Según este, debemos elevarnos al mundo de los conceptos, mundo que alcanzamos mediante los datos sensoriales que obtenemos del mundo que nos rodea, y a los cuales posteriormente aplicamos nuestra razón. Esta es una visión genérica y común que la mayoría de nosotros tenía si se nos hubiese preguntado sobre el tema.
Sin embargo, más tarde nos sorprende y desconcierta lo dicho por René Descartes, filósofo que ponía en entredicho todos nuestros sentidos, esos sentidos que constituían nuestro único modo de conocer lo que nosotros denominamos ‘el mundo’. Al oír esto, quedamos algo extrañados, y rápidamente renegamos de ello, pero se nos ejemplifica de un modo muy sencillo en comparación con lo que sentimos en sueños, lo que desordena y descompone nuestras ideas iniciales. Aunque no queramos verlo, existe algo de cierto en todo lo que Descartes plantea; los sentidos nos engañan, no nos ofrecen una visión real e inequívoca de lo que realmente existe ahí fuera de nosotros. Quizás son estos sentidos ese ‘geniecillo maligno’ al que el filósofo francés hace referencia, el que nos embauca y nos hace creer lo que desea en lugar de la propia realidad. De cualquier modo y ante esta adversidad frente a la que repentinamente nos encontramos, el filósofo confía en un Dios bueno, en un Dios que no podría ser tan cruel con sus hijos, como para que estos viviesen en un eterno engaño. Una vez estudiada esta nueva visión del árbol y del mundo en general, y conforme avanzamos y profundizamos en ello, el árbol, al igual que todo nuestro mundo se vuelve enigmático, y nos sentimos algo perdidos y desolados, como ese hijo que ha sido desterrado y abandonado por su padre, por su Dios.
Finalmente conocemos las perspectivas de Innmanuel Kant y Heidegger, cuyas posiciones sean quizás las más similares a las que actualmente podamos tener nosotros. Según Kant, únicamente podemos conocer la cosa en mí, y no la cosa en sí. Eso es algo que constituirá un misterio infinito que continuará llenando nuestras mentes y vidas de preguntas sin respuestas. Debemos reconocer el fundamento en el que el filósofo se basa para ello, y es que, como manifiesta Kant, somos conscientes de que nuestros sentidos constituyen el único modo de conocer el mundo, y éstos no siempre nos brindan un reflejo verdadero de la realidad. Por tanto, podemos conocer características y propiedades y estudiar los objetos, pero eso únicamente será válido para nosotros; no lo será para nadie más, ni siquiera lo será para otra especie animal, ya que estos no tienen sentidos similares a los nuestros e igualmente desarrollados. También Heidegger nos descubre lo ya nombrado: no existe ninguna ciencia que pueda hablarnos de los sentimientos que un árbol puede despertarnos, de lo significativo que este puede llegar a ser para nosotros debido a que hayamos vivido un momento especial junto a él, o a que simplemente tiene cierto valor sentimental debido a la causa que sea. Es en este caso cuando no encontramos respuesta o refugio en ninguna ciencia o reflexión filosófica acerca de él y su realidad, y debemos recurrir a la poesía, que probablemente sea el mayor acercamiento que podamos tener para la expresión de nuestros sentimientos frente a este ser, y aun así, casi con toda seguridad, sintamos impotencia de no poder llegar a expresar y compartir el sentimiento que éste nos despierta.
A partir de este momento, ese árbol al que fuimos a visitar un día con nuestro profesor de filosofía, nunca volverá a ser uno más. Ese árbol siempre será aquel que constituyó el prefecto ejemplo para comprender que no debemos ceñirnos a un solo modo de conocer el mundo, ya que de esta forma, nunca llegaremos a conocerlo. Debemos explorar diferentes campos del conocimiento, desde la ciencia hasta la poesía, ya que todas son igualmente válidas, pero al mismo tiempo no podemos prescindir de ninguna de ellas, ya que nuestro conocimiento quedaría limitado.
Inevitablemente ahora miramos el mundo con otros ojos, y con especial atención a ese árbol, al igual que el resto a los que observábamos con cierta frialdad y con los que ahora tenemos cierto sentimiento fraterno inevitable además de una enorme incertidumbre sentimental al observarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario